Dejar vagar la vista en el desierto es contemplar la nada y el
todo. Es un paisaje aparentemente monótono, cielo y arena, pero
prestando atención pueden apreciarse muchos matices. Alzo mis ojos para
recorrer la línea que separa el azul del naranja: estoy en lo que podría
ser el escenario de una película apocalíptica o el fondo de escritorio
de Windows.
Camino buscando una duna a la que ascender para
ver la caída del sol. La encuentro y me invade una profunda sensación de
inmensidad, ¿Seré capaz de llegar arriba? Si mi vista no me engaña la
cima es completamente vertical, pero la composición dúctil del terreno
me da la confianza suficiente para ascender. Hace calor y sobran los
zapatos, pero necesito las manos para ayudarme a subir, así que continúo
con las botas puestas deseando coronar la cima y descalzarme. Subir me
mantiene en un estado de concentración absoluta: No pienso más allá que
en el siguiente paso, en la distancia recorrida y en las ganas que tengo
de llegar. Acostumbrada a la inmediatez sin esfuerzo me imagino como
una heroína épica. Qué poco hace falta para arrancarme pensamientos
desmesurados. Paralelamente soy consciente de que estoy fuera del 5% de
la población apta para sobrevivir en situaciones extremas. Está bien
conocer los límites propios. miércoles, 11 de abril de 2018
La nada y las entrañas
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Aunque dicen que una imagen vale más que mil palabras, no siempre es cierto. Hay palabras que tienen que ser dichas, escritas y escuchadas . Y nunca la palabra nada estuvo tan llena de significado, corasón. Por muchos momentos llenos de nada en tu vida. Y en la mía contigo, por supuesto.
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